FEBRERO 2013
FEBRERO 2013
De todos los sentimientos humanos, ninguno es más natural que el amor por el pueblo en que vivimos los primeros años. El terruño habla a nuestros recuerdos más íntimos, estremece nuestras emociones; un perfume, una perspectiva, un eco, despiertan un mundo en nuestra imaginación. Todo lo suyo lo sentimos nuestro en alguna medida; y nos parece, también, que de algún modo le pertenecemos, como la hoja a la rama. Nada en él nos es desconocido, ni nos produce desconfianza. Llamamos por su nombre a todos los vecinos, conocemos en detalle todas las casas, nos alegran todos los bautismos, nos afligen todos los lutos. Por ello sentimos en el fondo de nuestro ser una solidaridad íntima con lo que pertenece a la aldea, el valle o la barriada en que transcurrió nuestra infancia.
Nuestro vecindario, sea un populoso barrio o un conjunto pequeño y aislado de casas integradas al paisaje natural, es para cada uno una especie de “patria chica”, al que nos une un sentimiento espontáneo en el que integramos personas y cosas: gente y lugares, personajes que nos son familiares y edificios característicos. La manera en que convivamos con ellos hace que nuestra existencia cotidiana sea más o menos agradable. Es el ámbito donde podemos empezar a cultivar la solidaridad.
LA DIRECCIÓN.